miércoles, 20 de enero de 2010

Haiti Historia

Hasta los momentos en que escribo, datos imprecisos sobre el terremoto que sufrió Haití, el peor en doscientos sesenta años, indican que murieron alrededor de cincuenta mil personas. Según la Cruz Roja, habría otros tres millones de haitianos heridos o que perdieron sus viviendas. Una tragedia colectiva de tal dimensión es difícil de superar para un país rico y con recursos humanos, técnicos y económicos cuantiosos. Para los haitianos, que sufren la peor de las miserias en Latinoamérica, es sencillamente imposible. Todos los indicadores sobre calidad de vida, ingresos de la población, trabajo, alfabetismo, salud, son aterradores y en esta ocasión no vale la pena insistir en ellos. El país tiene 27750 kilómetros cuadrados y 8706497 habitantes. Si la república mexicana ofreciera la misma densidad de población, superaría los seiscientos millones de personas, para dar una idea de la concentración humana que existe en esta tercera parte de la isla de La Española o Santo Domingo.
La solidaridad que el mundo le debe al pueblo de Haití descansa no sólo en un lazo humanitario, de piedad ante la aflicción infinita que lo agobia. Hay otro fundamento, histórico: cuando en las naciones de Europa, Estados Unidos y en las colonias iberoamericanas, se seguía reconociendo y practicando a la esclavitud, los haitianos se atrevieron, primeros que ninguno, a declararla abolida. En 1804 consiguieron su independencia, la segunda en el continente americano y algo insólito e inadmisible para los imperios o para la joven república de los Estados Unidos: aquella fue alcanzada por los antiguos esclavos, quienes se atrevían a fundar un estado propio, sin sumisiones. A partir de entonces, el gobierno haitiano se comprometió con la ayuda a los patriotas e insurgentes hispanoamericanos. Simón Bolívar y su ejército sudamericano se beneficiaron con el apoyo que venía de Puerto Príncipe, condicionado a que la esclavitud fuera suprimiéndose en todos los territorios liberados de la autoridad española.
Las luchas por la independencia haitiana condensaron toda la problemática cultural, económica y política de Occidente junto con sus dramas. En este pequeño territorio se juntaron y se pusieron en acto los grandes debates, sobre los derechos humanos, la soberanía popular, la igualdad entre los hombres. Ello ocurrió, por vía de ejemplo, en la asamblea revolucionaria francesa, una de las cunas de los estados modernos, donde el diputado Mirabeau contestaba así a los plantadores de Saint Dominique su demanda de contar con el número de representantes que las garantizaba el total de la población en la isla: “Ustedes reclaman representación proporcional a los habitantes, pero los negros libres que son propietarios y pagan impuestos no tienen el derecho de voto. Respecto de los esclavos, o son hombres o no lo son, si los colonos consideran que lo son, entonces, deben liberarse y otorgárseles el derecho al voto y son elegibles para ocupar asientos. Si no los consideran hombres, entonces en la población de Francia tomada en cuenta para elegir diputados, ¿Debemos considerar a nuestros caballos y mulas?”. El famoso tribuno se valía de una lógica brutal y tan aguda como el filo de la guillotina o de los machetes con los que pronto serían degollados por sus enfurecidos esclavos todos estos propietarios blancos y recién estrenados campeones de la representación política…a medias.
Y al tiempo que la insurrección haitiana mostraba la capacidad y la inteligencia de unas personas reducidas a la condición de bestias, rebeló también las incongruencias y la hipocresía de las monarquías, las repúblicas y las iglesias cristianas, empezando por la católica. Haití fue tratado como un apestado, bloqueado su comercio, prohibidos los vínculos con su territorio y su ejemplo anatematizado en púlpitos y cancillerías. Su gesta liberadora fue empleada como un espantajo contra las revoluciones populares, tarea en la que se unieron los protestantes norteamericanos e ingleses, los católicos franceses y españoles, los nacientes capitalistas y los antiguos barones feudales. Todo para evitar la igualdad, proclamada tan solemne como embusteramente en las constituciones norteamericana y francesa o en la liberal española de Cádiz, que en 1812, para vergüenza de sus inspiradores, excluyó de la calidad de ciudadanos del Estado español a los afroamericanos. Francia, la antigua metrópoli reconoció la independencia haitiana, a cambio del pago de ciento cincuenta millones de francos-oro, una cifra exorbitante en 1826. Estados Unidos lo hizo hasta 1862, cuando el gobierno de Abraham Lincoln combatía contra los esclavistas y por su parte, el Vaticano la aceptó hasta sesenta años después de consumada. Así se las gastaron los civilizados y cristianísimos príncipes y republicanos de Occidente cuando los hombres de color decidieron sacudirse las cadenas.
A la revolución de independencia mexicana, le cabe el honor de haberse iniciado bajo el principio igualitario, pues se recordará cómo entre los primeros decretos de la insurgencia acaudillada por Miguel Hidalgo está el de la abolición de la esclavitud expedido en Guadalajara y cuyo artículo primero rezaba: “Que todos los dueños de esclavos deberán darles la libertad, dentro del término de diez días, so pena de muerte…” Este decreto, sencillo y preciso, emparenta a México con Haití.
Con Estados Unidos hay otros enlaces. No obstante las gigantescas e insuperables dificultades que enfrentó, la antigua colonia de esclavos convertida por la acción de éstos en nación independiente, fue siempre un punto de referencia en las luchas por los derechos civiles de los afroamericanos. El presidente norteamericano actual, si bien no es descendiente directo de esclavos, sí los son su esposa y sus hijas. Este crudo y simbólico hecho, expresa el alto nivel de responsabilidad que debe asumir en auxilio del pueblo haitiano. Hay más: en 1918 el ejército de ocupación norteamericano reprimió una insurrección al costo de varios miles de haitianos muertos, todo para garantizarles sus ganancias a los inversionistas…
Y no se diga de Francia, beneficiaria por siglos de la riqueza producida por la que fue en un tiempo la más rica y productiva de las colonias poseídas por los europeos en tierras americanas. Dejó allí su impronta, principalmente en el lenguaje y en sus instituciones públicas. Quizá es tiempo de que regrese el cuantioso pago que recibió para aceptar a la nueva nación.
Señalo estos componentes de la historia haitiana con los cuales se ha integrado a la universal, para exponer que a la obligación moral que tiene el mundo con Haití, se suma, en el caso de las naciones occidentales un deber histórico. Reconocer esta deuda por la hazaña que a favor de la libertad general realizaron los haitianos, compromete desde luego no sólo a los gobiernos, sino a las sociedades, a las organizaciones civiles y a los ciudadanos.

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